domingo, 2 de abril de 2017

El día en que fui Regina



Me llega el olor de las manzanas reinetas en el horno, hundidas dentro del bizcocho. Tus bizcochos en el desayuno. Las rosquillas, las miles de rosquillas que nos duraban apenas dos semanas una vez en nuestra casa. Tus mejillas sonrosadas, tu piel suave y tus manos ásperas, torcidas, pero cariciosas. Siempre tus labios en una sonrisa que silbaba y sonaba a pueblo y leche recién ordeñada. Cuando llegaban los calores y el final del curso a mí siempre me olía a moras, a río y a lúpulo. A las risas de la pandilla estival y a tus historias al pie de los fogones y de la mesa camilla. Tu casa era un cuento con gallinas y conejos, y un pequeño huerto con laurel y calabacines. Quisiste enseñarme a tejer y yo me resistía, quería escribir, leer y salir con los amigos. Ahora me arrepiento. Porque ahora soy yo quien quisiera pedirte que me enseñaras, pero aunque tu cuerpo sigue aquí, tú hace más de diez años que empezaste a irte. Nos dijeron que tu cabeza ya no era tu cabeza. Y empezamos a verte cada vez menos laboriosa, sin saber que para freír un huevo hay que cascarlo primero. Te hemos ido todos cogiendo de la mano para que no te sientas sola en este camino que recorres despacio y confundida por los laberintos de una memoria desmemoriada que ya no recuerda dónde está, con quién está ni casi quién es. Ahora lo que recuerdas no es lo que comiste a medio día, o lo que hiciste esta mañana, sino el olor de la cocina de tu madre antes de quedarte huérfana y antes de tener que cuidar de tus hermanos. Me hablas de tu escuela, lo poco que pudiste estudiar, de tus hermanos y de tus hermanas. Todos estos años se nos ha ido rompiendo el corazón al verte ir tan despacio, pero nos consuela saber que podemos seguir abrazándote, aunque ya no sepas quién de nosotros te abraza. Echo de menos tu mirada despierta dándome los buenos días, regañándome por poner los codos en la mesa, la música eterna que llevabas siempre contigo. Ya no silbas. Ahora miras a tu alrededor, confundida pero aparentemente tranquila. El día que me llamaste como a tu hermana Regina fue uno de los más tristes de mi vida. Me mirabas y yo ya no sabía a quién veías, con quién creías estar ni dónde. Sólo sé que me dijiste, con una voz firme y dulce: Regina, mira a ver si los niños están ya dormidos. Era la hora del almuerzo y tú estabas coloreando aún con varios tonos y con punta en los lapiceros. Ahora sólo usas un color, lo llenas todo con el mismo tono, y si se te acaba la punta, o se te rompe, sigues pintando con fuerza, apretando cada vez más porque ves que no pinta y no sabes por qué, con tanta fuerza que rompes los libros de colorear y llegas a la mesa. Siempre moviéndote, siempre queriendo hacer cosas, siempre inquieta, siempre presente. Y vuelvo a oler a manzanas reinetas. Veo tus agujas moverse al ritmo trepidante que hace que tus manos casi se vuelvan invisibles. Tejes, tejes, tejes. Tejer es tu pócima mágica. Y con los hilos que compras haces colchas, manteles, cojines, muñecas... De tus manos sale cualquier cosa que se pueda imaginar. Aunque tengas que usar un almíbar casero para endurecer las telas y formar así cestos rígidos de ganchillo. Las manos se te tuercen, los dedos se disparan cada uno en una dirección, tus manos gruesas, fuertes, ágiles... Te duelen. Pero no paras. Ahora si tejes es con las agujas de hacer punto. Pero los puntos se pierden en tu memoria y te pasas el día preguntando si eran 30 ó 50, y como Penélope, destejiendo cada rato sin llegar a ningún lado. Has de saber que el día que tu cuerpo nos falte (porque tú ya nos faltas) lloraremos todos: tus hijas, tus nietos y tus biznietos. Porque eres la mujer más hermosa que hemos conocido. Y de tu amor hemos mamado todos. A veces me siento a tu lado y te miro, te cojo la mano y te digo: abuela, te quiero mucho. Y me acaricias con la otra mano y me dices, y yo a ti también. Pero luego me miras y no sé a quién ves. Los nombres, los tiempos, los lugares... todo es una bruma borrosa que al menos ahora ya no te asusta demasiado. Quizás porque ya no eres consciente de que eso debería asustarte. Mataría por volver a comer sólo un día una de tus croquetas, o por volver a meter la cuchara en una de tus sopas de ajo. Por volverme a meter en esa cama plegable que era la mía cuando estaba en tu casa y taparme con esas mantas de lana que picaban pero que agradecía y buscaba. Mataría, Edisa, por volver a escuchar tus silbidos la música de tus pasos arriba y abajo en el pasillo de tu casa del pueblo.


Ilustración de F. Babina

Más:  Amor, neurosis y vida.

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